II. Lectura meditada
Decía Santa Teresa: “Estuve
catorce años que nunca pude tener meditación sino junto con lectura”, y
añadía ella que a no ser enseguida de la comunión no se atrevía a entrar en
oración si no tenía el libro en la mano y si no lo tenía sentía el miedo o la
inseguridad de quien tiene que enfrentar un ejército. El tal ejército era,
naturalmente, el enjambre de distracciones e imaginaciones.
“Una vez con el libro en la mano,
continúa ella, quedaba consolada y
tranquila, como si el libro fuera un escudo de defensa”. Sólo con abrir el
libro sus pensamientos entraban en orden, dice. A veces leía poco, otras veces
leía mucho, según los estados de ánimo.
La meditación es una actividad mental en la que se manejan conceptos e
imágenes explicando, aplicando, combinando diferentes ideas a fin de descubrir
la intención del escritor sagrado, profundizar en la vida divina para formar
una mentalidad, armar criterios de vida y juicios de valor.
No es fácil meditar. Al mismo tiempo que la mente va y viene, tiene que
ser una actividad controlada y ordenada. También aquí necesitamos un lazarillo
o unas muletas, esto es, un apoyo. Y el apoyo es la palabra escrita y el método
es la Lectura meditada. Ella consiste en que la palabra escrita sujeta la
atención y la conduce por los senderos de una reflexión ordenada. Tiene que ser
un libro cuidadosamente seleccionado que no disperse sino concentre, que ponga
y mantenga al alma en la presencia. Naturalmente el libro de los libros es la
Biblia.
También aquí el ideal sería que cada uno tenga hecho su estudio
personal, saber dónde están los grandes fragmentos, por ejemplo, sobre la fe,
la consolación, el amor, la precariedad de la vida, grandes momentos sobre
Jesucristo, etc. Estar uno mismo familiarizado y saber cuáles son aquellos
capítulos que a mí me dicen mucho.
Antes de iniciar la lectura meditada es conveniente saber exactamente
sobre qué tema quieres meditar o en qué capítulo de la Biblia. Toma una
posición adecuada y después de pedir la asistencia al Espíritu Santo, comienza
a leer despacio, muy despacio. En cuanto lees, trata de entender lo leído,
captar el significado natural de la frase en su contexto y también la intención
del autor sagrado. Si aparece alguna idea que te llama la atención, para ahí. Y
después de entenderla, da vueltas en tu mente a esa idea, mírala desde una
perspectiva y otra y después aplícala a tu vida.
Si no sucede esto, continúa leyendo despacio, entendiendo lo que lees.
Si aparece un párrafo que no lo entiendes, vuelve atrás, haz una amplia
relectura para colocarte en el contexto, y en el contexto trata de entender ese
párrafo.
Prosigue leyendo lenta y atentamente. Si al meditar en algún momento se
conmueve tu corazón y sientes ganas de aclamar, agradecer, suplicar, etc. da
rienda suelta al corazón. Si no sucede esto, prosigue leyendo lentamente,
entendiendo y rumiando lo que lees. Si un pensamiento determinado te impacta
fuertemente, cierra el libro, da muchas vueltas a esa idea, aplícala a tu vida,
saca las conclusiones, hasta que hayas agotado toda la riqueza que dicho
pensamiento encierra. Si no sucede esto prosigue con una lectura reposada,
concentrada, tranquila.
El ideal es que la lectura meditada impulse al alma a la presencia de Dios. Es normal que la meditación acabe en oración. Procura, también tú, hacerlo así. Procura, además, que esta lectura meditada desemboque en criterios concretos de vida para ser utilizados a lo largo de ese día.
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