lunes, 24 de marzo de 2014

Ejercicios de oración

IX – ORACIÓN CONTEMPLATIVA


En la medida en que el alma se va elevando y va profundizando en  sus relaciones con el Señor, van desapareciendo las palabras. Primero las exteriores y luego las interiores.  Las palabras llevan conceptos. Los conceptos llevan partecitas o partículas de Dios. Sólo el silencio puede abarcar a Aquel que es infinito.
Cuando el encuentro con Dios es cada vez más contemplante, tiende a ser cada vez más simple, más profundo y más posesivo. Ya no hay reflexión. Ya no hay conocimiento. Hay un simple darse cuenta. En este momento el trato con Dios es intuición, posesión, integración, unión.
La reflexión caducó. Cuando la mente se pone a reflexionar queda sujeta a la inestabilidad, multiplicidad, a la inquietud y movimiento. Y eso divide y turba. Por eso en la medida en que el encuentro es más contemplador, la reflexión tiende a desaparecer y el encuentro viene siendo simple, totalizador, quieto. Donde hay posesión no hay movimiento.
Para este momento el medio de experimentación de Dios no es la inteligencia, sino la persona total. Por eso se abandona el lenguaje y la comunicación se efectúa de ser a ser, de persona a persona. Y así, en la contemplación desaparece la actividad mental o la intelección y en un acto simple y total, el contemplador se siente en Dios, con Dios, dentro de Él y Él dentro de mí.
Se trata, pues, de una especie de intuición, densa e impenetrable al mismo tiempo, sobre todo muy vivida, sin imágenes, sin pensamientos. Los pensamientos representan a Dios, pero aquí no hace falta representar porque Dios está aquí, conmigo. Es una vivencia inmediata y consciente de la gran realidad.
Vivencia, no inteligencia. Inmediata, que quiere decir sin intermediarios, palabras o ideas. Y, no una realidad difusa, sino alguien cariñoso, familiar, concreto, queridísimo. Vivencia inmediata de Dios. Por eso, el contemplador vive sumergido en el silencio. Aunque no hay diálogo de palabras, ni siquiera mentales, en la contemplación hay una corriente cálida y palpitante de comunicación. Es pues, un silencio poblado de asombro y presencia, como dice el Salmo 8: “Señor, Señor, que admirable es tu nombre en toda la tierra”. O como el primer versículo del Salmo 103: “Bendice alma mía al Señor. Dios mío, que grande eres”.
No afirma nada, nada explica. El contemplador nada entiende ni pretende entender. Llegó al puerto y entró en el descanso sabático, en la tierra prometida. Está en la posesión colmada entre los deseos y las palabras callaron para siempre.
Al contemplador le basta estar a los pies del Otro, sin saber y sin querer saber nada, sólo mirar y saber que se es mirado, como en un sereno atardecer en que se colmaron completamente las expectativas, donde todo parece una eternidad quieta y plena.
Podríamos decir que el contemplador está mudo, embriagado, identificado, envuelto y compenetrado por la Presencia. Como dice San Juan de la Cruz: “Quedeme y olvidé, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”.
San Juan de la Cruz ofrece las siguientes señales para saber que estamos en la contemplación. Son sus palabras: “Cuando el alma gusta de estarse a solas, con atención amorosa y sosegada a Dios”. Estar solo con advertencia amorosa y sosegada. Dejar estar al alma en sosiego y quietud, aunque le parezca estar perdiendo el tiempo. En paz interior, quietud y descanso.
“Dejar al alma descansada de todo discurso mental. Sin preocuparse de pensar o meditar, sólo atención y noticia general, si bien amorosa, sin entender sobre qué”. Son palabras de San Juan de la Cruz.
Tan compleja materia como es la contemplación, nosotros vamos a reducir a estas dos palabras: silencio y presencia.
Escoge un lugar, a ser posible solitario, una capilla por ejemplo, una habitación o un cerro. Para esta práctica reserva un tiempo fuerte en que no estés acosado por prisas ni por preocupaciones. Toma una posición cómoda y orante en quietud y tranquilidad. Ve construyendo el silencio. Suelta todo el cuerpo y siléncialo parte por parte. Suspende la actividad de los sentidos. Haz el vacío interior. Apaga recuerdos, desliga preocupaciones, no pienses en nada; mejor, no pienses nada. Quédate más allá del sentir y de la acción, sin fijarte en nada, sin mirar nada ni dentro ni fuera de ti. Fuera de ti no hay nada. Dentro de ti no queda nada. Sólo tú quedas despierto. Tu cerebro, tu mente, tu cuerpo todo está en silencio. Tú eres sólo eso, una atención de ti mismo a ti mismo; una atención purificada por el silencio en paz.
Ahora, abre esa atención al Señor en la fe, como quien mira sin pensar, como quien simplemente ama y se siente amado. Evita figurarte a Dios; toda imagen o forma de Dios debe desaparecer, tienes que silenciar a Dios de cuanto signifique localidad. A Dios no le corresponde el verbo “estar”. Dios no está lejos, cerca, arriba, abajo. Dios no está en ninguna parte. Dios “es”, transciende y por consiguiente abarca y comprende todo tiempo y espacio. Él es. Él es la presencia. La presencia pura y amante y envolvente y compenetrante y omnipresente. Sólo queda un “tú” para el cual yo soy, en este momento una atención abierta, amorosa y sosegada.
Él me mira, yo lo miro. Haz el ejercicio auditivo con estas palabras: “Tú me sondeas, me conoces, me amas”. Repítelo cada vez más suavemente, cada vez más lentamente hasta que la palabra caiga por sí misma. Quédate sin pronunciar nada con la boca, nada con la mente. Recuerda, sólo el silencio puede abarcar a Aquel que es.
Tú eres como la playa, Él es como el mar. Tú eres como el campo, Él es como el sol. Déjate inundar, iluminar, vivificar. Déjate amar. Déjate amar. Déjate amar. “Tú me sondeas, me conoces, me amas”. “Tú me sondeas, me conoces, me amas”



jueves, 6 de marzo de 2014

La alegría de anunciar el Evangelio

Se acerca el día del Seminario, aquí os ponemos el vídeo que nuestros compañeros de Burgos han preparado para este día, supongo que veréis alguna cara conocida.