IX – ORACIÓN CONTEMPLATIVA
En la
medida en que el alma se va elevando y va profundizando en sus relaciones con el Señor, van
desapareciendo las palabras. Primero las exteriores y luego las
interiores. Las palabras llevan
conceptos. Los conceptos llevan partecitas o partículas de Dios. Sólo el
silencio puede abarcar a Aquel que es infinito.
Cuando el
encuentro con Dios es cada vez más contemplante, tiende a ser cada vez más
simple, más profundo y más posesivo. Ya no hay reflexión. Ya no hay
conocimiento. Hay un simple darse cuenta. En este momento el trato con Dios es
intuición, posesión, integración, unión.
La
reflexión caducó. Cuando la mente se pone a reflexionar queda sujeta a la
inestabilidad, multiplicidad, a la inquietud y movimiento. Y eso divide y
turba. Por eso en la medida en que el encuentro es más contemplador, la
reflexión tiende a desaparecer y el encuentro viene siendo simple, totalizador,
quieto. Donde hay posesión no hay movimiento.
Para este
momento el medio de experimentación de Dios no es la inteligencia, sino la
persona total. Por eso se abandona el lenguaje y la comunicación se efectúa de
ser a ser, de persona a persona. Y así, en la contemplación desaparece la
actividad mental o la intelección y en un acto simple y total, el contemplador
se siente en Dios, con Dios, dentro de Él y Él dentro de mí.
Se trata,
pues, de una especie de intuición, densa e impenetrable al mismo tiempo, sobre
todo muy vivida, sin imágenes, sin pensamientos. Los pensamientos representan a
Dios, pero aquí no hace falta representar porque Dios está aquí, conmigo. Es
una vivencia inmediata y consciente de la gran realidad.
Vivencia,
no inteligencia. Inmediata, que quiere decir sin intermediarios, palabras o
ideas. Y, no una realidad difusa, sino alguien cariñoso, familiar, concreto,
queridísimo. Vivencia inmediata de Dios. Por eso, el contemplador vive
sumergido en el silencio. Aunque no hay diálogo de palabras, ni siquiera
mentales, en la contemplación hay una corriente cálida y palpitante de
comunicación. Es pues, un silencio poblado de asombro y presencia, como dice el
Salmo 8: “Señor, Señor, que admirable es tu nombre en toda la tierra”. O como
el primer versículo del Salmo 103: “Bendice alma mía al Señor. Dios mío, que
grande eres”.
No afirma
nada, nada explica. El contemplador nada entiende ni pretende entender. Llegó
al puerto y entró en el descanso sabático, en la tierra prometida. Está en la
posesión colmada entre los deseos y las palabras callaron para siempre.
Al
contemplador le basta estar a los pies del Otro, sin saber y sin querer saber
nada, sólo mirar y saber que se es mirado, como en un sereno atardecer en que
se colmaron completamente las expectativas, donde todo parece una eternidad
quieta y plena.
Podríamos
decir que el contemplador está mudo, embriagado, identificado, envuelto y
compenetrado por la Presencia. Como dice San Juan de la Cruz: “Quedeme y
olvidé, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejeme, dejando mi
cuidado entre las azucenas olvidado”.
San Juan
de la Cruz ofrece las siguientes señales para saber que estamos en la
contemplación. Son sus palabras: “Cuando el alma gusta de estarse a solas, con
atención amorosa y sosegada a Dios”. Estar solo con advertencia amorosa y
sosegada. Dejar estar al alma en sosiego y quietud, aunque le parezca estar
perdiendo el tiempo. En paz interior, quietud y descanso.
“Dejar al
alma descansada de todo discurso mental. Sin preocuparse de pensar o meditar,
sólo atención y noticia general, si bien amorosa, sin entender sobre qué”. Son
palabras de San Juan de la Cruz.
Tan
compleja materia como es la contemplación, nosotros vamos a reducir a estas dos
palabras: silencio y presencia.
Escoge un
lugar, a ser posible solitario, una capilla por ejemplo, una habitación o un
cerro. Para esta práctica reserva un tiempo fuerte en que no estés acosado por
prisas ni por preocupaciones. Toma una posición cómoda y orante en quietud y
tranquilidad. Ve construyendo el silencio. Suelta todo el cuerpo y siléncialo
parte por parte. Suspende la actividad de los sentidos. Haz el vacío interior.
Apaga recuerdos, desliga preocupaciones, no pienses en nada; mejor, no pienses
nada. Quédate más allá del sentir y de la acción, sin fijarte en nada, sin
mirar nada ni dentro ni fuera de ti. Fuera de ti no hay nada. Dentro de ti no queda
nada. Sólo tú quedas despierto. Tu cerebro, tu mente, tu cuerpo todo está en
silencio. Tú eres sólo eso, una atención de ti mismo a ti mismo; una atención
purificada por el silencio en paz.
Ahora,
abre esa atención al Señor en la fe, como quien mira sin pensar, como quien
simplemente ama y se siente amado. Evita figurarte a Dios; toda imagen o forma
de Dios debe desaparecer, tienes que silenciar a Dios de cuanto signifique
localidad. A Dios no le corresponde el verbo “estar”. Dios no está lejos, cerca,
arriba, abajo. Dios no está en ninguna parte. Dios “es”, transciende y por
consiguiente abarca y comprende todo tiempo y espacio. Él es. Él es la
presencia. La presencia pura y amante y envolvente y compenetrante y
omnipresente. Sólo queda un “tú” para el cual yo soy, en este momento una
atención abierta, amorosa y sosegada.
Él me
mira, yo lo miro. Haz el ejercicio auditivo con estas palabras: “Tú me sondeas,
me conoces, me amas”. Repítelo cada vez más suavemente, cada vez más lentamente
hasta que la palabra caiga por sí misma. Quédate sin pronunciar nada con la
boca, nada con la mente. Recuerda, sólo el silencio puede abarcar a Aquel que
es.
Tú eres
como la playa, Él es como el mar. Tú eres como el campo, Él es como el sol.
Déjate inundar, iluminar, vivificar. Déjate amar. Déjate amar. Déjate amar. “Tú
me sondeas, me conoces, me amas”. “Tú me sondeas, me conoces, me amas”
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